La información disponible hasta ahora sugiere que la tecnología, por sí sola, no cierra la brecha entre estudiantes sobresalientes y estudiantes con malos resultados.
Al menos desde hace tres décadas, es decir, desde que las nuevas tecnologías digitales irrumpieron masivamente en muy distintos campos, los gobiernos han intentado mejorar sus sistemas educativos partiendo de la hipótesis de que distribuir masivamente ordenadores, laptops, tabletas y otros dispositivos a los alumnos equivale automáticamente a elevar la calidad o mejorar los logros de aprendizaje. La covid-19, por supuesto, hizo más acentuado el silogismo pero la evidencia, antes y después de la pandemia, parece haber demostrado que no es necesariamente así. Más aún: informes realizados en países muy distintos, especialmente de ingresos medios y bajos, han identificado distorsiones en la ejecución de las políticas públicas específicas como son la propensión a tomar decisiones improvisadas y más pensadas con propósitos mediáticos que educativos, la centralización excesiva, la discontinuidad por razones políticas o cambios de gobierno e, incluso, la ineficiencia y la opacidad en los procesos de licitación y adquisición de recursos tecnológicos digitales.
Dicho en breve: la información disponible hasta ahora sugiere que la tecnología, por sí sola, no cierra la brecha entre estudiantes sobresalientes y estudiantes con malos resultados, sino que parece estar más bien relacionada con el diseño de las intervenciones tecnológicas, la arquitectura de los planes y programas de estudio, la calidad de los recursos didácticos, las competencias digitales de los docentes, la distribución desigual de habilidades académicas de los estudiantes, y el involucramiento de las autoridades tanto a nivel nacional como local, sobre todo en países con sistemas federales.
Bajo esa perspectiva, lo crítico ahora es renovar los formatos de gobernanza específica dentro de los sistemas educativos, evaluar las intervenciones en este terreno y orientar la cuestión hacia un mejor diseño, formulación y ejecución de las políticas públicas para la transformación digital educativa tanto de manera más eficiente en sus procesos de gestión como más efectiva para elevar los logros de aprendizaje.
¿Dónde estamos parados y hacia dónde caminar?
La primera aproximación tiene que ver con la correlación existente entre tecnología digital y ganancias educativas. Diversos estudios han encontrado, entre otros hallazgos, que países con mejores resultados no son los que usan más la computadora en el aula; que el desempeño de estudiantes en lectura bajó sensiblemente en aquellos que recurren excesivamente a internet en el aula y que quienes estuvieron conectados seis horas o más al día desarrollaron sensaciones de aislamiento, llegaban tarde o se ausentaban de las clases, entre otras cosas. En particular, un reporte de la OCDE señaló que la evidencia internacional sugiere que es más conveniente invertir en una enseñanza de calidad para matemáticas y lectura que en la instalación de tecnología sofisticada en el aula. Por ejemplo, solamente el 42% de los estudiantes en Corea y el 38% de los estudiantes en Shanghai usan computadoras en el aula y, sin embargo, son los países cuyos estudiantes tiene mejores resultados en la prueba PISA.
El Informe de Seguimiento de la Educación en el Mundo 2023 de la UNESCO, ha sido dedicado justamente a este tema y confirma numerosos hallazgos previos. Entre ellos, que no hay pruebas adecuadas, sólidas e imparciales que demuestran el impacto positivo-real de la tecnología en la educación o que la clave no es introducir tecnología de dudosa calidad sino alcanzar logros de aprendizaje altos. En Perú, por ejemplo, se distribuyó un millón de dispositivos sin incorporar la pedagogía y el aprendizaje no mejoró. En EEUU, se hizo un análisis entre 2 millones de estudiantes y se demostró que las brechas de aprendizaje se amplían si la enseñanza se imparte exclusivamente a distancia. Una encuesta entre docentes y alumnos de 17 estados americanos mostró que solo el 11% había probado y evaluado la eficacia de programas, plataformas y equipos antes de repartirlos en las escuelas. Y la UNESCO dice que muchas de esas pruebas provinieron de quienes querían vender la tecnología, lo cual deja dudas acerca de la transparencia.
En suma, como sintetizó Bill Gates hace poco, las computadoras “no han tenido el efecto en la educación que muchos de nosotros en la industria hemos esperado. Ha habido algunos buenos desarrollos, incluidos juegos educativos y fuentes de información en línea como Wikipedia, pero no han tenido un efecto significativo en ninguna de las medidas del rendimiento de los estudiantes”. La pregunta relevante es por qué o, mejor dicho, por qué la política pública de equipamiento digital parece no haber sido eficaz en estos términos.
Partamos de que una cosa es distribuir dispositivos y, otra muy diferente, construir un ecosistema digital de innovación y transformación educativa. El análisis de las intervenciones tanto en países emergentes como desarrollados sugiere que como inversión, calculada en unos 300 billones de dólares a nivel global, parece haber sido poco productiva. Las razones son varias. Una es la falta de habilidades digitales de los docentes, es decir, dos de cada tres no saben cómo hacer funcionar el binomio “educación+tecnología”. Otra es que frecuentemente los dispositivos fueron mal seleccionados. Una más es que presentan complicaciones en la mezcla tecnológica tanto de dispositivoscomo de programas de los equipos, lo que dificulta la construcción y precarga de contenidos educativos, así como su mantenimiento oportuno. En varias experiencias en América Latina las laptops y tabletas se entregaron con un grupo de aplicaciones básicas ya instaladas y un “collage” de recursos educativos obsoletos que no correspondían con los planes y programas ni con la enseñanza en el aula y, por ende, se desactualizaron rápidamente.
Una circunstancia crítica adicional -y no menor para efectos de política pública- que afecta la calidad (y en muchas ocasiones la transparencia) de la inversión pública en este aspecto consiste en que los hacedores de políticas y los tomadores de decisiones no han investigado suficientemente la evidencia sólida para analizar correctamente la forma en que seleccionan, diseñan y usan los productos tecnológicos para la educación o bien para solicitar y obtener recursos fiscales. En un informe reciente levantado en 10 países de distintas regiones del mundo, los entrevistados, entre ellos autoridades educativas, concluyeron que es crucial tener y usar buenos datos, entre otras cosas, porque fortalece sus argumentos y negociaciones ante los ministerios de Economía o Finanzas, generalmente frugales a la hora de asignar recursos.
En el caso de los proveedores de la industria digital, la Fundación Jacobs, por ejemplo, apunta a que muchas empresas con ganas de incrementar su mercado no han sido rigurosas al estudiar la evidencia de sus productos; de hecho, EdTech Impact, una plataforma de revisión independiente con sede en Gran Bretaña, encontró que solo el 7% de esas compañías utilizaron ensayos controlados aleatorios para identificar evidencia de impacto y que su principal aval eran las citas de clientes y los estudios de casos escolares. Peor aún es que, de acuerdo con la misma fuente, muchos compradores públicos de productos tecnológicos educativos no están exigiendo evidencia rigurosa que demuestre la eficacia de lo que adquieren, y solo el 11% sí solicitaron respaldo de pares para evaluar la calidad de los productos.
¿Qué hacer a corto plazo? Desarrollar una buena política pública y, de hecho, una gobernanza robusta en la materia, tomará tiempo y es necesario actuar primero en aquello que es viable a corto plazo como lo ha propuesto un programa especial de la OEI. Bajo el principio de que es la pedagogía y no la tecnología lo que hace exitosa la presencialidad y la virtualidad educativas, una transformación digital efectiva debe ser resultado de un cambio organizacional donde estudiantes, docentes, procesos y el modelo educativo entienden a la tecnología como una herramienta para generar valor de manera integral en las escuelas y no como un sustituto. En otras palabras, una opción mejor que repartir indiscriminadamente tabletas es destinar un aula en cada escuela con un determinado número de computadoras para uso del alumnado, dispositivos electrónicos para el docente, estaciones de carga para resguardo de los equipos, servidores de contenidos para almacenar información y evidencias, acceso a la red y conectividad que facilite el proceso de enseñanza-aprendizaje en el aula, y equipos de cómputo para los instructores. En el mismo sentido, es indispensable mejorar, mediante ciclos cortos de capacitación y actualizaciones sucesivas, las competencias digitales de los docentes y su destreza para que sepan efectivamente aprovechar las nuevas tecnologías en la mejora de los aprendizajes.
En síntesis, como muestran investigaciones recientes, toda política pública de tecnología para la educación debe distinguir muy bien lo táctico (proveer servicio) de lo estratégico (mejorar aprendizajes, trayectorias y vidas); asumir que los recursos multimedia son condición necesaria, no suficiente, y lo que importa es el modelo pedagógico, no la herramienta; y, por último, ejecutar intervenciones piloto de escala reducida, evaluar sus resultados y solo después instrumentarlas en el conjunto de un sistema educativo. Hace falta, además, una exploración más rigurosa sobre la verdadera efectividad de la tecnología en la mejora de aprendizajes, y comprender que las tecnologías pueden potenciar los efectos de una buena enseñanza pero no reemplazan una mala enseñanza: los docentes siguen siendo la clave.
Ahora bien, el diseño de una buena política pública tiene que partir de bases correctas y evidencia robusta. La literatura mencionada ofrece algunas pistas, entre ellas un componente percibido adicional que habría que documentar: intuitivamente, la pandemia parece haber generado un bum de decisiones públicas (adquisición de equipos, selección de tecnologías, uso en el aula, etcétera) que induce a innovaciones y posiblemente a buenas decisiones pero también a confusiones y malas decisiones. La evidencia preliminar ha arrojado lecciones y experiencias de todo tipo. Si los modelos pedagógicos son adecuados, se facilita aprovechar al máximo el potencial de la tecnología porque de otra forma esta tiende a reproducir los mismos procesos y problemas de la enseñanza tradicional en lugar de innovar o reinventar y, como una consecuencia de todo lo anterior, es indispensable focalizar con mucho mayores datos y precisión las inversiones que se hacen. Es decir, se trata de armonizar un círculo virtuoso donde va todo junto.
En conclusión, parece claro que el uso y aprovechamiento de las tecnologías en la educación ha tenido un impacto limitado al estar centrado en exceso en la infraestructura, que por supuesto es condición necesaria, sin cambiar significativamente los procesos de aprendizaje, requisito indispensable para lograr mejoras en el desempeño estudiantil, atender necesidades de alumnos y contextos heterogéneos, y aprovechar el potencial de las tecnologías dentro de un auténtico ecosistema de transformación digitalque facilite su máximo aprovechamiento en la educación. Transitar de un programa amplio de provisión de dispositivos y conectividad al desarrollo focalizado de ese ecosistema digital educativo supone transformar las experiencias de aprendizaje para motivar a los alumnos a aprender y desarrollar habilidades y competencias del siglo XXI; incrementar la efectividad de los docentes usando recursos multimedia; mejorar la gobernanza de la gestión educativa en la instrumentación de políticas, y obtener ganancias y mejoras crecientes, sostenibles y medibles en los logros de aprendizaje.
De otra forma, persistiremos en la vieja lección: haciendo lo mismo no alcanzaremos resultados distintos.
Fuente: Otto Granados / elpais.com